- El
cerdo es mío -
El
problema no era que la muchacha gritara «la cerda es mía» o que
girara el rostro ciento ochenta grados mostrando la cara convulsa del
horror. El verdadero problema se hallaba frente al televisor: el
pequeño de seis años, en pijama sobre el suelo, contemplaba
plácidamente aquella película de los setenta.
Le
habían acostado temprano temblando de fiebre. A media noche la madre
se levantó para vigilar su sueño y llevarle agua. Cruzó el pasillo
a oscuras y alertada por la luz
azulada de la tele, asomó la cabeza por
la puerta. El niño de espaldas a ella, apoyaba la cara en las
manos, absorto en la pantalla,
ajeno al revuelo de cortinas aireadas por el viento gélido de la
noche. La madre, confundida, soltó el vaso.
Él, los ojos brillantes, giró la cabeza con un crujir de músculos
del cuello, mirándola fijamente sin dejar
de darle la
espalda, mientras con voz dulce anunciaba sonriente,
dislocado: «la peli acaba de comenzar, mamá».
©Mikel
aboitiz
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