La
academia «Notarías»
ocupa el ático de una vieja casona de oscuro zaguán visitado por
ratas ávidas de migajas de pan y despojos esparcidos por el suelo.
Pálidos, ojerosos, los licenciados en Derecho se aferran a la
barandilla de la escalera que les regala una sinfonía crujiente de
maderas antiguas y peligros de derrumbe.
Ayudar no ayuda en su ascenso la expectativa del apretado
programa de oposición. Tampoco el sacrificio de atravesar el aire
cada vez más enrarecido y espeso de la escalera. Avanza
la lúgubre procesión de jóvenes consumidos por las horas de
estudio, sinuosa como un ciempiés puntual y torturado en busca del
aprobado. Se respira
humedad. En el último rellano
les aguarda
oculta una sombra informe. Sus ojos, fríos y brillantes,
vigilan atentos el desfile de rostros demacrados. Esa sombra soy yo
y, de tanto en tanto, decido algo más que el resultado de una simple
oposición.
©Mikel
Aboitiz
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