- Ascendemos.
Gracias por perder su tiempo -
La
muchacha del sombrero verde se dirige al décimo. Se abre el
ascensor. Al fondo una mujer se aparta dejando en el espejo el hueco
exacto para que la joven se vea como el huésped incómodo que se
cuela en una fiesta. Ya está encendido el botón con el diez, no es
necesario presionarlo, alguien
se le ha adelantado: ¿El tipo del pantalón de rayas que la mira de reojo? ¿La mujer de rostro
pétreo que vigilará cómo
la luz escapa hacia abajo por entre la rendija de las puertas?¿O el
hombre alto ocupado en registrarse los bolsillos? A la altura del
cuarto se detienen. Entra
un joven mal alimentado,
de mirada torva. La mujer con perfil
de moneda antigua se muerde el labio inferior, contrariada, mientras
que el del pantalón de rayas permanece estático, sin ceder un
centímetro de terreno. La chica del sombrero se sorprende a sí
misma examinándole también con gesto adusto. El sujeto de enfrente
le calibra a su vez entrecerrando los ojos receloso, sin dejar de
rebuscar en su chaqueta.
Se cierran las puertas. No del todo. Se
abren de nuevo. Un pasajero tose, otro aprieta el botón.
Falta aire. Vuelven a vacilar los mecanismos antes de cerrar con la
rotundidad de una lápida. La ascensión tiene un ruido suave que
invita a contar los segundos en un reloj interno, siempre frágil, a
punto de quebrarse. Todos dirigen la vista hacia el suelo o el techo.
Todos salvo el hombre alto que, de pronto, sonríe hacia la muchacha,
saca un peine y se acicala atisbándose en el espejo por encima de
ella. La cabina se detiene en el décimo. La chica se apea. Sin
embargo, no lo hace sola, no (su asesino sale tras ella) y —a
diferencia de usted— la pobre muchacha del sombrero verde nunca
perderá ni un segundo de su corta vida imaginando cuál de los
pasajeros siguió sus pasos.
©Mikel
Aboitiz
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