27 ago 2016

Reeditaos


- Ascendemos. Gracias por perder su tiempo -

La muchacha del sombrero verde se dirige al décimo. Se abre el ascensor. Al fondo una mujer se aparta dejando en el espejo el hueco exacto para que la joven se vea como el huésped incómodo que se cuela en una fiesta. Ya está encendido el botón con el diez, no es necesario presionarlo, alguien se le ha adelantado: ¿El tipo del pantalón de rayas que la mira de reojo? ¿La mujer de rostro pétreo que vigilará cómo la luz escapa hacia abajo por entre la rendija de las puertas?¿O el hombre alto ocupado en registrarse los bolsillos? A la altura del cuarto se detienen. Entra un joven mal alimentado, de mirada torva. La mujer con perfil de moneda antigua se muerde el labio inferior, contrariada, mientras que el del pantalón de rayas permanece estático, sin ceder un centímetro de terreno. La chica del sombrero se sorprende a sí misma examinándole también con gesto adusto. El sujeto de enfrente le calibra a su vez entrecerrando los ojos receloso, sin dejar de rebuscar en su chaqueta. Se cierran las puertas. No del todo. Se abren de nuevo. Un pasajero tose, otro aprieta el botón. Falta aire. Vuelven a vacilar los mecanismos antes de cerrar con la rotundidad de una lápida. La ascensión tiene un ruido suave que invita a contar los segundos en un reloj interno, siempre frágil, a punto de quebrarse. Todos dirigen la vista hacia el suelo o el techo. Todos salvo el hombre alto que, de pronto, sonríe hacia la muchacha, saca un peine y se acicala atisbándose en el espejo por encima de ella. La cabina se detiene en el décimo. La chica se apea. Sin embargo, no lo hace sola, no (su asesino sale tras ella) y —a diferencia de usted— la pobre muchacha del sombrero verde nunca perderá ni un segundo de su corta vida imaginando cuál de los pasajeros siguió sus pasos.

©Mikel Aboitiz

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