Cuando
uno lee un relato breve debe estar preparado para cualquier cosa.
Cuando se lee a Raymond Carver (Estados Unidos, 1938-1988), toda
preparación previa es insuficiente. Por un camino o por otro, Carver
siempre logra sorprender. Si ha de elegir entre dos trayectos para
contar algo, tomará siempre el más directo y aún será capaz de descubrir
un atajo. Leer sus historias supone una aventura, pues es parecido
a lanzarse en paracaídas: en la primera línea te montas en el avión.
En la segunda ya te has tirado de él y en la tercera has tomado tierra
en medio de una historia, en pleno epicentro de un terremoto íntimo,
y a menudo cotidiano, en la vida de alguien con sus problemas y
preocupaciones. En las antípodas de la ficción. Abrir uno de sus
libros de relatos es como abrir la puerta de casa y meterte sin
querer en la del
vecino. Este no te ve y sigue con su vida, mientras tú le observas.Es
una visita inesperada, casi siempre con un final abrupto como en esos
sueños de los que se despierta sobresaltado. Si Carver fuera un taxista,
ofrecería las carreras más económicas de la ciudad. Su lenguaje
es directo como una autopista, desbrozado de adjetivos, sin curvas.
Te conduce pisando el acelerador a tope y notas la velocidad en
el estómago. Miras por el parabrisas y a lo que ves, tú mismo le pones
los adjetivos —los tuyos—, y no porque se echen en falta en el relato
sino porque esos paisajes de historias personales se te quedan grabados
en la retina después de bajarte del coche y necesitas calificarlos,
ordenarlos en tu cabeza, trabajarlos. Sus historias no suelen
tener un fin. Porque no terminan en la última palabra. Precisamente
es ahí donde comienzan de verdad. En el interior mismo del
lector.
©Mikel Aboitiz. Berlín, junio de 2011