Tímido homenaje al oso de Cortázar
Diminuto eléctrico y compañía
Soy el
enano eléctrico. Me miro y no me encuentro especialmente feo, aunque
sí diminuto, pero eso a las gentes que viven en sus casas no les
importa porque nunca me ven. Me muevo dentro de los cables de la
electricidad. Nunca descanso. Por las noches mi vida es más sosegada
y, en buena parte, la paso yendo a los frigoríficos que permanecen
siempre en marcha con su rurún, guardando el sueño de los
inquilinos. Llego hasta el enchufe de la cocina y por el cable paso
hasta las neveras. Algunas huelen mal, otras están casi vacías.
Inspecciono el cajón de las verduras, de ahí salto a las hueveras y
luego pienso en cómo será la gente que come todo eso. A veces, me
robo un trocito de comida para Ampelio, mi gato chino, mi gato
eléctrico que a menudo me acompaña. Si no viene conmigo y las casas
son viejas y los cables están en mal estado, suelo demorarme más en
mis paseos y eso le inquieta y anda nervioso esperándome.
Nunca
duermo. No conozco el descanso y tengo envidia de los seres
que viven en las casas porque duermen y sueñan. Por las mañanas me
gusta pasar por el cable de la afeitadora y oír el cortar de los
pelos de la barba, mientras los hombres se miran somnolientos al
espejo. Luego compruebo el pan de la tostadora, si huele bien, y está
listo para el desayuno. Si la cafetera es eléctrica aviso a Ampelio,
que es muy amigo del café, y así aguanta junto a mí noches enteras, despierto en nuestras rondas nocturnas. También nos gusta acechar
junto al contestador telefónico y colarnos en él para espiar los
mensajes grabados con voces, unas veces alegres y otras tristes.
Voces que nunca suenan normal y que no hablan como la gente que vive
en estas casas, sino como si tuvieran algo en la boca, como si
masticaran pan o tal vez preocupaciones; no sé, suenan extraños.
Raramente
visitamos los televisores; las pantallas no nos gustan. Ampelio y yo
nos metemos por el cable y pasamos un ratito tras la pantalla, sin
acertar a ver nada más que puntitos de muchos colores. Forzamos y
forzamos la vista, pero sólo nos cansamos y preferimos mirar hacia
fuera. Ahí, donde donde están los locos. Los locos nos dan miedo.
Son los que viven en las casas y se sientan delante de la pantalla y
pasan horas como muertos, sin apenas moverse, concentrados en esos
miles de puntitos que nosotros vemos y que ellos juntan en sus
cabezas como piezas de puzles para observar imágenes fantásticas.
Miran y miran atontados y nosotros nos reímos de ellos por detrás
de la pantalla aunque, en realidad, nos da miedo y pena verlos tan
concentrados y solos, sin hablar entre ellos, tragando patatas fritas
y dejando pasar el tiempo. ¡Ah!, el tiempo. Los relojes nos
encantan, pero sólo podemos entrar en los que usan cables y no en
los que funcionan a pilas. Y de esos hay pocos. Normalmente los
encontramos en las mesillas de noche. Por eso, cuando entramos en una
casa nueva, Ampelio y yo rebuscamos hasta dar con ellos en los
dormitorios y entonces, raramente, tenemos la suerte de que no sean
digitales (esos queman) y aprovechamos para echar carreras por detrás
de los números, saltando por detrás de las agujas. Y si justo suena
el despertador, corremos espantados del susto ―Ampelio
el primero―,
con los pelos aún más de punta de lo que acostumbra un gato
eléctrico. Cuando llegamos al enchufe nos sentimos aliviados y nos
entra la risa floja.
Y nunca
descansamos, sobretodo, si nos metemos en las bombillas. Pero eso es
otra historia, que allí podemos encontrar algunos peligros. Mejor lo
cuento otro día, que si Ampelio me oye se va a asustar y tengo que
seguir corriendo por los cables y no demorarme tras las teclas.
Lástima que las máquinas de escribir eléctricas tengan sus días
contados.
©Mikel Aboitiz
Qué bonito, me ha encantado, tierno y dulce.
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