Bailarina de aguas cálidas




Bailarina de aguas cálidas

A la bailarina le encantaba mirar los peces de aguas cálidas mientras practicaba sus ejercicios. Subía el pie a la barra y con el pecho rozando la pierna, giraba la cabeza hacia el acuario. En él, con la ingravidez que ella quisiera para sí en sus saltos, los peces nadaban con los ojos concentrados en algo y a la vez ciegos, como navegando en su propio interior escamas adentro, ausentes. En el estudio donde entrenaba sin descanso la bailarina había una puerta cerrada y una claraboya por la que se veía el cielo azul, sin nubes, igual a sí mismo, con la monotonía de una prisión ceñida al marco del tragaluz. Por las mañanas la bailarina recogía su comida que le esperaba en una cesta al pie de la puerta. La alcanzaba temerosa, sin perder ninguna mirada en el pasillo oscuro antes de cerrar veloz la puerta. Dentro, la claridad del agua donde la atendían los peces, le tranquilizaba de nuevo al retomar sus ejercicios. Practicaba hasta que el cuerpo no daba más de sí y se imponía descansar sobre el colchón. Tumbada en el improvisado catre, se quedaba dormida pensando en los lentos desplazamientos de los peces al ritmo de una cadencia oculta, regidos por la coreografía del azar. Tras el descanso, se levantaba y les echaba de comer unas bolitas diminutas que se deshacían en el agua apenas la tocaban y que luego, invisibles, pasaban al interior de los peces, incorporándose a ellos. Luego podía ser que la bailarina comiera algo con desgana antes de volver a escuchar la música que danzaría. Imaginaba la reacción del público en las butacas al seguir sus pasos ensayados, deleitándole con sus saltos del ángel y gráciles piruetas que inundarían el teatro de admiración y aplausos. Pero hasta que llegara el gran momento de presentar su solo, cuando el cañón de luz la siguiera por la escena, y cientos de ojos se concentraran en ella, debía prepararse. Por la noche, muerta de agotamiento, la luz del acuario iluminaba los sueños de la bailarina que eran de sudor, esfuerzo y calambres en las piernas. A primera hora de la mañana la cesta con la comida le esperaría junto a la puerta, puntual como su mano dando de comer a los peces.



©Mikel Aboitiz