Relato








Obstáculos 

La anciana se me acercó mostrando una sonrisa de labios profundamente combados, desdentada, opuesta a sus ojos serios, amenazantes, clavados en mí. Extendía la mano pidiendo limosna y era como si blandiera un cuchillo junto a mis costillas. Reculé. No llevaba cambio. Notaba su boca endiablada pegada a mi rostro, mientras sus ojos, dos carbones ardientes, me enfilaban tras una maraña de pelo escaso y sucio. Era pleno día. El sol acariciaba tímido los bancos helados, el empedrado. En medio de la plaza, con la mano extendida hacia mí, la anciana me hacía sentir acorralado. Una vieja asediando a un viandante bajo la sombra pálida y desganada de una estatua de Colón mancillada por las palomas. Notaba las uñas sucias de la mendiga rozando mi abrigo. La duda, el intento fallido de encontrar unas monedas, la falta de reflejos para negar tajante girando la cabeza, me paralizó. Era demasiado tarde para reaccionar adecuadamente y cometí una estupidez: salí corriendo. Una vez dejada atrás la plaza la vergüenza frenó mis pasos. Si no me hubiera dejado detener o si hubiera tenido unas monedas sueltas, el resultado habría sido diferente. 

Yo, que solo quería acercarme hasta la estación de trenes a comprar un billete para la semana siguiente, terminaba bajo un soportal agarrándome el costado, sabiendo que había hecho el ridículo. Aún no era mediodía, pero me metí en el primer bar que encontré y pedí un carajillo para estar sentado y recuperarme de ese molesto episodio. Acodado en la barra, miraba cómo el alcohol perdía fuerza abrazado por el fuego. Notaba el pulso bajando su ritmo acelerado y la respiración menos sobresaltada. Parecía que alguien acabara de echar el freno al mundo. Recuperado el sosiego, pagué y guardé las monedas del cambio en el bolsillo del pantalón, después de haber ordenado los billetes en la cartera, calmadamente, como un contable que clasifica concienzudamente unas facturas. El calor del café en el estómago me sentaba bien, calculaba que lograría un pasaje barato para mi viaje mientras el encuentro con la mendiga se diluía entre el paisaje de bufandas, caras ateridas por el frío y gente caminando por delante del ventanal del bar. Me puse el abrigo, pasé por los lavabos y al abandonar el local, me di de bruces con la anciana. Creo que pretendía entrar a pedir en el bar justo cuando yo salía. 

Camino de la estación, repasé mentalmente cómo, tras pararme un instante a la puerta del bar, esquivé a la pordiosera y con qué seguridad continué hasta embocar la avenida. El viento frío me arañaba la cara, era un ladrón artero que siempre encontraba resquicios por donde colarse. Me ajusté la bufanda y aceleré hasta el semáforo. Junto a él, un socavón de obra se abría en la acera como la boca de un volcán, apenas contenido por unas vallas municipales. Hube de dar un pequeño rodeo, pero no me importó, notaba la cintura ágil, entrenada, y lo evité con paso desenfadado, tomándolo por otro tedioso obstáculo más en mi camino. En unos minutos me atenderían en la estación. 


©Mikel Aboitiz

   

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