Casi un clásico del crimen conyugal







Casi un clásico del crimen conyugal 

En torno al último adiós existen muchos tópicos: las mujeres intentan quitarse la vida y los hombres lo consiguen más a menudo. O, en los matrimonios mal avenidos, los hombres actúan súbitamente, con violencia, y las mujeres prefieren las bondades del veneno.

 Felisa Téllez escogió su propio camino para deshacerse de su marido. Una mañana soleada cortó la luz de la casa y con sumo esfuerzo desplegó la escalera bajo la lámpara del salón, temiendo dejar marcas en su alfombra persa. Hubo de vencer el vértigo pues los techos del piso eran altísimos. Arriba, sobre el último escalón, las varices de sus piernas castigadas por la edad contenían con esfuerzo la presión de su sangre. A Felisa se le nublaba la vista solo de pensar en el duro suelo bajo la alfombra, en las peligrosas esquinas de la alacena, en el amenazante canto de la mesa. Prefirió concentrarse en la lámpara y en los cables. Por fin algo hizo clic entre sus manos y eso le pareció suficiente. Con el celo de un alpinista, bajó peldaño a peldaño con repetido esfuerzo, haciendo pausas en cada altura, intentando distraerse con la inclinación de la barra de las cortinas, con el polvo acumulado sobre la puerta, con la colocación pareja de los cuadros, hasta recibir la mullida bienvenida de la alfombra oriental. De la calle entraba un indefinible olor a incipiente primavera y eso la animó a proseguir. El siguiente paso era restablecer la corriente eléctrica. Se dirigió para ello de nuevo hasta la entrada y subió la palanca grande del cuadro eléctrico. La casa seguía en silencio. Ligeramente aliviada dejó de morderse el labio inferior y fue a comprobar la lámpara del salón. Según sus planes, la luz no funcionaba. Solo quedaba poner todo en orden y esperar a que llegara él para arreglar la avería. Aparte de esto, Felisa no cambió en nada su rutina diaria. Compró en el mercado, habló con su nieto por teléfono e, incluso, echó una cabezadita antes de oír la llave de su marido abriendo la puerta.

Comieron en la cocina y el guiso resultó perfecto. Aquel tinto especial que ella se encargó de proponer, fluyó como nunca en la copa de su esposo. Durante el postre ella recordó, ¡qué cabeza la suya!, que la luz del salón no funcionaba. Él se sintió indispensable y de buen humor, de modo que guiñando un ojo al encenderse un puro, asintió condescendiente entre una nube de humo. Exhaló una bocanada y con una mueca de exagerada resignación en sus labios gordos, negruzcos de vino, ordenó bruscamente: «Trae la caja de herramientas». Felisa contestó diligente camino ya de la cómoda de la entrada: «Necesitarás una bombilla de repuesto». Allí perdió unos instantes frente al mueble, observando en el espejo las arrugas en su frente, las huellas de los disgustos en esa atípica caída del cabello y, luego, sus manos moteadas de manchas marrones, tiraron del cajón para sacar la bombilla. Ese, y no otro, fue el único momento extraño. Incluso luego le resultó natural el poner la corriente por sorpresa cuando él trabaja en lo alto. Pero mientras sus dedos tiraban de las manijas y el cajón desvelaba lentamente su interior como si fuera un joyero conteniendo esperados tesoros, el paso del tiempo cambió de consistencia, pesaba en sus hombros. Poco después, tampoco sintió nada especial al saltar los fusibles y oír el gritó de su marido, ¿o gritó y luego saltaron los fusibles? Lo mismo daba. Sin embargo, al abrir ese cajón en busca de la bombilla, pasó un lastre de días, meses, años sobre ella hasta que vio la caja con sesenta vatios rotulados en el cartón. Tras el grito, mantuvo la cabeza vacía, fría, al llamar a la ambulancia. Era preciso avisar a un médico que fue quien aclararía que el calambrazo no le había matado. No sabía a ciencia cierta lo que hizo en la espera hasta oír la sirena. Posiblemente pensó en cosas banales. Se veía a sí misma como en una película, filmada desde lo alto, recorriendo el pasillo arriba y abajo, hasta que sonó el timbre. No, la sacudida eléctrica no se lo había llevado por delante.

 Apenas habían pasado dos semanas de todo aquello y las flores del castaño lamían la ventana del salón con sus lenguas blancas. Era hora de salir a dar una vuelta. Acarició distraída el peligroso borde de la mesa mientras con un pie alisaba el pelo de la alfombra nueva que hubo de comprar. Pensó en cuánto lloró delante de médicos y familiares; en las lágrimas que vertió y con qué facilidad le salían, como si las de años anteriores solo hubieran supuesto un buen entrenamiento. Su plan inicial no había fracasado del todo. Lo que contaba era el resultado. Pasó la yema de los dedos por la hendidura reciente en la madera y se alegró de la llegada de la primavera.

 ©Mikel Aboitiz

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