Ha sido descubierto un vigilante en el
puente del Kaiserdamm. Es un
hombre de cierta edad, con el rostro curtido por el tiempo, adusto,
con una gran cicatriz abriéndole la cabeza, de ahí su gesto de
dolor. Tiene también algo de boxeador retirado o de hombre
aficionado a la bebida. Custodia la bajada por el Kaiserdamm, una vía
principal que fluye recta como por una pista de aterrizaje por la que
va cambiando de nombres hasta llegar a la Puerta de Brandemburgo,
pasando por la Columna de la Victoria, erguida allí a lo lejos. El
vigilante nada quiere saber de ella y le da la espalda, ofuscado. El
pasado (lo que queda tras él) no le interesa. De él surgen
viandantes, siempre de paso, como si ninguno viviera en esta calle.
Estos transeúntes le pasan por la izquierda. El vigilante toma nota
de todos ellos e imagina qué les deparará el día. A muchos se los
traga un futuro próximo, en forma de boca de metro. Otros se pierden
Kaiserdamm arriba camino de alguna parte, acompañados por el intenso
tráfico que como un dios cristiano, solo parece descansar algo los
domingos. Kaiserdamm abajo se deja a un flanco el Lietzensee,
un lago empotrado en un parque incrustado en medio de la ciudad. Un
doble milagro cotidiano junto a los ocho carriles para coches. Sin
embargo, por muy interesante que sea este contraste urbano, el
vigilante ha dejado de pensar en él. Esto no es lo que ahora mismo
le ocupa. Es triste que un exboxeador con un pasado glorioso, termine
sus días de vigilante, apretando los labios de rabia e impotencia,
inerme ante un pequinés que se le acerca levantando la pata.
©Mikel
Aboitiz
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