Dos
veces por semana, las vacas van a pastar al mercadillo de la plaza
Karl-August.
En realidad pacen donde les viene en gana, a lomos de su montaña
sobre ruedas. Hoy, delante de la iglesia de la Trinidad (inaugurada
en 1898), se diría que su ladera está aún más cerca del cielo, en
las alturas, desde las que se puede observar el movimiento de las
gentes comprando productos de la tierra y algunos que otros manjares
celestiales de manos de vendedores curtidos por el invierno. Las
vacas no se interesan por los olores a salchicha de un puesto cercano
donde las venden calentitas porque son vegetarianas y prefieren, si
acaso, quedarse inmóviles registrando la algarabía de los críos
que juegan en el parquecito infantil que las separa de la iglesia.
Cuando las vacas pacen en la plaza Karl-August, los dueños de los
bares y restaurantes colindantes se afanan más que nunca por atender
a la masiva clientela que irradia el mercadillo, al que la gente va
con sus cestas de mimbre de toda la vida a solo unos pasos de la
moderna Kantstraße;
a tan solo unos pasos de la montaña mágica en la que pastan estas
vacas ingrávidas y despreocupadas.
©Mikel
Aboitiz
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