Este
muro vigila un jardincito soleado en el Else-Ury-Bogen, una
calle curva con nombre de escritora (muerta en el campo de concentración de Auswitz) que discurre paralela a las vías del tren
elevado. La puerta junto al muro no está abierta, pero promete por
entre sus rejas un lugar verde y apetecible. Sin embargo, apenas
alguien repara en ella pues la calle está atiborrada de cosas para
ver. Restaurantes, cafés, tiendas de moda o souvenires, todos
compiten por llamar la atención del paseante poniendo zancadillas de
colores (postales, cómodas sillas, ropas) en esta vía pública
libre del tráfico de coches. Como todas las calles que no están
rebajadas a la categoría de callejones sin salida, esta tiene un
principio y un final. Si fuera un río contaría con un nacimiento
plebeyo pues arranca casi desde los bajos de un puente del tren,
techo seguro para los mendigos que allí a veces se ven. También tendría
una desembocadura al dar con sus aguas en Savygniplatz y,
sobre todo, recogería a su vez el caudal del transporte público,
que son los cientos de viajeros que en ella entran por un lateral,
inundando el Else-Ury-Bogen
de prisas, de modo que la gente no suele reparar en el jardincito ni
en otras promesas que las de llegar a tiempo a su trabajo o a sus
casas. Y los turistas despliegan mapas delante de sus ojos y no ven
el muro ni la puerta pero aciertan a comerse una pizza o a nadar
hasta Savygniplatz braceando
entre las olas de gente. Mientras, la puerta del jardincito espera
paciente a que haya un momento de tranquilidad y alguien se pregunte
qué encerrará. Las puertas tienen algo humano y hacen preguntarse
qué habrá tras ellas, qué me dirán esos ojos, qué palabras
encerrarán esos labios.
©Mikel
Aboitiz
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