Aires de guerra
Mejor te largas ya —me espetó tras la servilleta—, pero una cosa te advierto —un trozo de espinaca ocultaba parte de su colmillo—: que la casa me la quedo yo. Y a los chicos, ni tocarlos. Resopló exasperada y las llamas de las velas se estremecieron. Entonces se acercó a nuestra mesa un violinista sin tacto para atacar una pieza romántica junto a su melena. Ella clavó muda sus uñas rojas en el inocente mantel blanco y el músico también comprendió que las guerras estallan sin esperar a los postres. Acabábamos de perder la paz y el tiramisú.
©Mikel Aboitiz
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