Mando a distancia
Terminamos los dos cogorzas, viendo amanecer en la azotea de la fábrica de harinas. Sujetábamos nuestra última cerveza como si fuera el mando a distancia con el que movíamos el Sol. Éramos hábiles dirigiendo: lo elevamos sobre los montes cambiando sus grises por dorados. Una vez arriba, lo condujimos por encima de las casas, encendiendo sus tejadillos. Luego, logramos colocarlo justo en la punta del campanario, en equilibrio. Ahí, debimos quedarnos dormidos. Acabábamos de manejar el astro rey a nuestro antojo y, los operarios de la fábrica, pronto nos lo pagarían despertándonos a patadas, tratándonos como a burdos borrachos.
©Mikel
Aboitiz
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