El muchacho de bronce recostado en un
jardín de la Sensburger Allee,
muy cercana al estadio olímpico berlinés, no teme al frío. Está
pensativo, reconcentrado en sí mismo delante
del muro de piedra que retiene el
mar blanco de nieve sobre el que parece flotar. Podría también
pensarse que el joven está en la playa esperando a su novia que se
baña en la orilla, mientras él planea dónde llevarla a comer, qué
película verán luego en el cine y de qué manera enfrentarán
juntos el futuro, en ese mundo de infinitas posibilidades que les
brinda el porvenir.
Sin
embargo las estatuas no son predecibles. Bien podría
levantarse ahora mismo y dejarla plantada para ir a tomar algo con
sus congéneres, distribuidos por la terraza del café situado a sus
espaldas, un refugio arquitectónico de la Bauhaus, un
espacio entre pinos en pleno barrio de Charlottenburg en lo
que fuera el taller de su padre, el escultor Georg Kolbe. Sí,
se podría levantar e ir a departir con sus hermanos. Pero el
muchacho sigue sentado,
parado como una estatua. Se siente sin fuerzas, huero, vacío.
La melancolía no es solo el alimento
de ancianas que hojean
álbumes fotográficos, también nutre y da vida al viento que
recorre las entrañas del joven, golpeando por dentro su coraza
humana. El muchacho oye silbar ese viento interior que presagia
tormenta y permanece
atento, silente, sobre las aguas blancas de su mar helado.
Una vieja dama de manos arrugadas ahoga
una lágrima en su pañuelo, cierra las tapas de un álbum de fotos y
el viento cesa de soplar en la Sensburger Alle.
©Mikel Aboitiz
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