- El hombre que amaba los perros -
No
fue tan casual que coincidiéramos en el parque, al fin y al cabo
todo el mundo iba a soltar allí a sus perros. El mío, Trostky, un
inteligente fox terrier y el del señor bigotudo, un mastín cabezón
digno de un busto, parecían hacer algo más que jugar. El nivel de
peligrosidad de sus acercamientos (el mastín mostraba un encono y
agresividad extraordinarios) nos hizo llamar al unísono a nuestros
perros: —¡Trostky! —chillé yo. —¡Stalinn! —voceó él.
Apenas se acallaron nuestros gritos nos miramos recelosos por el
rabillo del ojo. No soy supersticioso, pero, por si las moscas, tomé
a Trostky en brazos, acechado por un Stalin acezante, y abandoné el
parque raudo, acompañado por los ladridos desbocados del mastín y
los ojos escrutadores de su amo, clavados en mí como dos brasas
mientras murmuraba algo a través de su bigote negro y espeso. No
volví a ese parque porque me destinaron a Méjico, donde comenzaría
el exilio forzoso de Trostky, lejos de su entorno familiar, privado
de sus esquinas favoritas. Y allí, al otro lado del Atlántico,
¿apareció un Ramón Mercader en nuestras vidas? La respuesta es sí,
aunque pintor y no mercader, aparecío un Ramón, si bien más en mi
vida que en la de Trostky. Un Ramón de frente amplia y sonrisa
franca que pronto desterraría al perro de mi dormitorio. Mi pobre
Trostky comenzó a sentirse desatendido y a buscar pelea sin tregua
con los chuchos de la zona; no se arredraba ante ninguno. Llevarlo a
un psicólogo canino hubiera sido, tal vez, la respuesta actual a
aquel cambio de comportamiento, pero me conformé con colocarle un
collar de púas para protegerlo de sus insensatos arrebatos. Un par
de meses después, tuve un desliz con María. Fue un desliz puramente
pasajero (ella era azafata, viajaba constantemente) que provocó que
Trostky volviera a recuperar su puesto de honor a los pies de mi
cama, porque Ramón (enterado de lo de María) había trasladado sus
enfados al sofá del salón. Ramón bebía cada día más y un martes
aciago, en una de sus borracheras (y por la espalda), me rompió una
botella repleta de celos en plena testa. Salí por los pelos de
aquella, aunque con varios puntos de sutura y la cabeza rapada.
Además, hube de quedarme un par de días en el hospital. Entre vuelo
y vuelo, María, enterada de mi convalecencia, vino a visitarme con
un regalo. —Un
texto entretenido —aseguró— de
una tal Lengua Salvada: El
hombre que amaba los perros. —Tienes
que leerlo, te viene para el pelo —insistió
burlona, dejándome un suave beso de despedida en plena mollera y un
folio impreso con el texto en la mesilla. —Te gustará.
Esa
misma mañana me dieron el alta. Al llegar, Trostky me recibió con
gran alboroto, alocado, como una cabra. Tanto fue así, que devoró
el regalo de María sin darme oportunidad de leerlo. De Ramón no
quedaba ni rastro. En cuanto a María, le agradecería su visita y le
mentiría diciendo que me gustó mucho leer aquel texto.
Me encanta el uso de nombres y personajes históricos para inventar relatos, historias paralelas. Y gracias por "traicionarte" en lo que suele ser la extensión media de tus entradas, así se disfruta más de tu escritura.
ResponderEliminarUn saludo, Mikel.
Gracias, Jánter. Hay traiciones que se disfrutan como el pasarse del Rueda al Riesling (o viceversa). Todo tiene su encanto.
ResponderEliminar¡Salud!