- Por
favor, no pregunten -
En
la cena de la fiesta de máscaras me sentaron en un lugar
políticamente incorrecto, a la diestra de Berlusconi y a la
izquierda de Stalin. No me pregunten qué pintaba yo en aquella
celebración, agarrotado, rodeado
de mármoles suntuosos, con camareros de frac y caretas de
Pierrot. Absorto entre un
enano con alzas y una sinuosa rubia portando el bigote de cepillo de
Stalin, admiraba la
cubertería de plata, cuando, justo al hacerme con la bandejita de
los canapés —una joya de la orfebrería—, y devorar el último,
la celada se me atascó, obligándome a buscar consuelo en el vino.
Lo consumí a espuertas, quijotescamente, con una pajita.
Aquella
noche decadente, surrealista, me sentí dentro de un cuadro de Grosz:
un cura, junto a un banquero corrupto, bendecía a un tipo con un
orinal en la cabeza. También había un médico. Y un bombero. El
primero decía: «vuelve en sí» mientras el segundo aplicaba un
soplete a mi celada.
Amanecí
encerrado en un calabozo, casi desnudo y con dolor de cabeza. La
prensa aseguró que bajo mi armadura había más plata que en las
minas del Potosí. ¡Patrañas! ¡Hoy ya nadie soporta a los
Quijotes!
©Mikel Aboitiz
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