El
ladrón de bicicletas tiene mil ojos con los que vigila si te
olvidaste de cerrar el candado. Dicen que de cada una de sus manos
salen siete hábiles dedos, escurridizos como gusanos. Últimamente
se le ha visto en la Veteranenstrasse,
donde todo el mundo cuida de asegurar sus bicis. La policía le
busca, también el vendedor del puesto de döners y una vecina a medio vestir asomada a su ventana que vierte su grito
desesperado en el hueco dejado por su bici.
Yo he pillado al ladrón
a punto de entrar en acción, al borde de acariciar el sillín
amarillo de una de sus presas. El ladrón de de los mil ojos —los
sentidos concentrados en el alma de esa bici— no me ha descubierto.
Peligro, luz del día, paseantes, todo le daba igual salvo esa bici.
Como un empedernido jugador de ruleta poniendo en juego hipoteca,
amistades y honor sobre el tapete, él todo lo olvidaba en pos de una
nueva captura. Por un momento he examinado su horrible rostro de
monstruo, el desorden de dientes de su boca, los cabellos como
clavos dolorosamente incrustados en su deforme cabeza. Le he visto y
no he hecho nada: no he dado parte a la policía. No he corrido al
kiosco de döners para que el vendedor haga valer su largo
cuchillo. Tampoco he aliviado el pesar de la vecina que
seguirá lamentando su pérdida allá en lo alto, mientras busca algo
que ponerse.
Estoy
convencido de que el ladrón no sabe ni andar en bici. Puede que ni
las venda. A juzgar por sus ropas, dudo que necesite el dinero. Él
solo busca el alma de sus botines: los recuerdos de los ultrajados
dueños que le perseguirán durante años, dándole lo que él busca
con dedos escurridizos como lombrices: la inmortalidad. El vivir en la
memoria de sus víctimas. Él y su puta madre.
©Mikel Aboitiz
©Mikel Aboitiz
No hay comentarios:
Publicar un comentario