Bosch
Por las noches, cuando el insomnio mece mi cama con dedos
fantasmales, me lleno de inquietud. Despierto en la oscuridad con los labios
resecos. La certeza de que me costará recobrar el sueño me atenaza la boca del
estómago y centro mis esfuerzos en alcanzar, a lo sumo, la recompensa de una
agitada duermevela. Podría prender la luz, levantarme, tomar un vaso de leche e
intentar retomar el sueño sin temor a despertar a Luisa. Bien mirado, volver a
vivir solo tiene sus ventajas. El reloj confirma que es tarde y cada vez que lo
consulto, más nervioso me pongo, pues he de madrugar para ir al trabajo y
quiero desempeñarlo bien; no están los tiempos como para perderlo. Además, me
gusta lo que hago. Empujar las camillas, preparar el material, ser una parte de
un engranaje de precisión. Bebo agua del vaso colocado junto a mi lectura de
insomnio, un soporífero tratado de Wittgenstein que acompaña mis noches de
torturante vigilia. Al apagar la lamparita el nudo en el estómago se tensa, la
boca se convierte en una filial del Sahara y doy vueltas sin parar en la cama,
acosado por punzadas en las tripas. Vivo bajo el ático de un edificio viejo y
quejumbroso. Nunca recibo visitas, nadie tiene la llave de mi casa. No trato
con vecinos. De hecho, el edificio lo comparto tan solo con un anciano de
rostro decrépito, que concentra sus últimas energías en espiarme por el
ventanuco de la mirilla al subir yo con la compra. Bajo su pupila atenta, cargo
bolsas y bolsas de precocinados. Nada más separarme de Luisa adquirí un arcón
congelador. Sabía que echaría de menos sus comidas. Da grima acarrear tanto
peso escaleras arriba y toparse con el ataúd de hierros del ascensor, atascado
a la altura del segundo, invitando a un viaje a la nada. No merece la pena
repararlo solo para el viejo y para mí. Los ruidos nocturnos me inquietan,
salvo el ronroneo del arcón al que uno se acostumbra como si fuera un gato amistoso
de paso por la cocina. Sin embargo, las canicas cayendo me despiertan. Suenan
en el ático. Sé que el golpeteo proviene de los tubos de la calefacción o de la
estructura de la casa y, aun así, se me eriza el vello de los brazos, hasta que
por un momento recobro la calma acunado por el motor del arcón. Este me
recuerda el silencio relajante del trabajo, contenido tras una suma de sonidos de
fondo tranquilizadores: zuecos al caminar o ruedas de camillas bien engrasadas
deslizándose sobre pasillos relucientes. Vuelvo a ser consciente de que ficho a
las ocho y, de nuevo, me remuevo en la cama. Creo haber encontrado una buena
postura cuando una especie de violín desafinado chirría en el piso de arriba
quebrando la noche, como el relámpago con el que rompe una tormenta. Aprieto
las mandíbulas, tanteo el interruptor de la lámpara cayendo en la cuenta de que
las sillas arrastradas pueden emitir ese tipo de chirridos. Sobresaltado,
prendo la luz: arriba la casa está vacía. Pero hace tiempo que con la edad mi
oído se niega a ubicar la fuente de lo que oye, se ha vuelto poco fiable y
apago la bombilla con el corazón desacelerando. Intento racionalizar, aflojar
los músculos. Inspiro profundamente; suelto el aire despacio. Vuelvo a inspirar
sintiendo el olor rancio de la casa. Uno se acostumbra a los olores. Mañana me
pondré la bata al empezar el turno. Acudiré al cuarto frío evitando captar los desinfectantes,
notando en las manos la leve presión de los guantes. Me dejaré llevar por la
rutina, disfrutando de la tranquilidad del frío al abrir una cámara y examinar
la etiqueta que cuelga de un dedo. Los dígitos del despertador indican que
apenas tengo tiempo para descansar, igual que la otra madrugada. Fue sobre esta
misma hora cuando sonó el timbre. Me levanté bañado en sudor, con cosquilleos
en las piernas y, sigiloso, me apresuré a correr la pestaña de la mirilla. Hace
tiempo instalé una lente de gran angular. Al otro lado acechaba el anciano
clavándome su ojo derecho de pez sin pestañas, rígido, abierto de par en par.
Ocultaba una mano tras la espalda, tal vez escondiera un objeto. Con el pulgar
libre pulsó el timbre con encono. Permanecí inmóvil, en silencio, pugnando por
soportar esa pupila de animal de las profundidades marinas. De crío me contaron
muchas historias de horror y desaparecidos y su poso, enquistado en algún
resquicio de mi cerebro, había comenzado a removerse. Tampoco abrí ni cuando
golpeó dos veces con el puño. El anciano parecía venir directo de mi infancia,
de los tiempos en que los ogros castigaban a los niños malos. Tal vez fuera él
quien corriera muebles ahí arriba. Contuve la respiración mientras le oía
arrastrar las pantuflas de cuadros por las escaleras y regresé al dormitorio a
luchar por un ratito de sosiego.
Esta noche el viejo no ha llamado a mi puerta. Hace días que no
da señales de vida. Quién sabe, un hombre tan mayor. Pienso que, de alguna
manera, faltando Luisa, el anciano se siente abandonado y quiere reclamarme su
ausencia. Ahora clarea tras las cortinas y me temo que es imposible enfrentarse
al desvelo. Tomaré una ducha bien fría, caminaré al trabajo igual que todos los
días. Me pondré la mascarilla y entraré al cuarto frío. Tengo una especie de
presagio: me figuro el estremecimiento que me sacudiría si al abrir una de las
cámaras apareciera el viejo con su ojo abierto apuntando al infinito. Entonces
sería yo el único inquilino del edificio. Quedaría en el tercero izquierda
comiendo platos descongelados, sumido en el recuerdo de Luisa, dejándome
arrullar por el ronroneo del motor del arcón en las apacibles noches de verano.
Tranquilo, sin el viejo y con mi trabajo, pues soy de esos pocos quienes —como ella— solo en el frío
encuentran la paz.
©
Mikel Aboitiz, Berlín, septiembre 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario