23 sept 2019

Bosch


Bosch
Por las noches, cuando el insomnio mece mi cama con dedos fantasmales, me lleno de inquietud. Despierto en la oscuridad con los labios resecos. La certeza de que me costará recobrar el sueño me atenaza la boca del estómago y centro mis esfuerzos en alcanzar, a lo sumo, la recompensa de una agitada duermevela. Podría prender la luz, levantarme, tomar un vaso de leche e intentar retomar el sueño sin temor a despertar a Luisa. Bien mirado, volver a vivir solo tiene sus ventajas. El reloj confirma que es tarde y cada vez que lo consulto, más nervioso me pongo, pues he de madrugar para ir al trabajo y quiero desempeñarlo bien; no están los tiempos como para perderlo. Además, me gusta lo que hago. Empujar las camillas, preparar el material, ser una parte de un engranaje de precisión. Bebo agua del vaso colocado junto a mi lectura de insomnio, un soporífero tratado de Wittgenstein que acompaña mis noches de torturante vigilia. Al apagar la lamparita el nudo en el estómago se tensa, la boca se convierte en una filial del Sahara y doy vueltas sin parar en la cama, acosado por punzadas en las tripas. Vivo bajo el ático de un edificio viejo y quejumbroso. Nunca recibo visitas, nadie tiene la llave de mi casa. No trato con vecinos. De hecho, el edificio lo comparto tan solo con un anciano de rostro decrépito, que concentra sus últimas energías en espiarme por el ventanuco de la mirilla al subir yo con la compra. Bajo su pupila atenta, cargo bolsas y bolsas de precocinados. Nada más separarme de Luisa adquirí un arcón congelador. Sabía que echaría de menos sus comidas. Da grima acarrear tanto peso escaleras arriba y toparse con el ataúd de hierros del ascensor, atascado a la altura del segundo, invitando a un viaje a la nada. No merece la pena repararlo solo para el viejo y para mí. Los ruidos nocturnos me inquietan, salvo el ronroneo del arcón al que uno se acostumbra como si fuera un gato amistoso de paso por la cocina. Sin embargo, las canicas cayendo me despiertan. Suenan en el ático. Sé que el golpeteo proviene de los tubos de la calefacción o de la estructura de la casa y, aun así, se me eriza el vello de los brazos, hasta que por un momento recobro la calma acunado por el motor del arcón. Este me recuerda el silencio relajante del trabajo, contenido tras una suma de sonidos de fondo tranquilizadores: zuecos al caminar o ruedas de camillas bien engrasadas deslizándose sobre pasillos relucientes. Vuelvo a ser consciente de que ficho a las ocho y, de nuevo, me remuevo en la cama. Creo haber encontrado una buena postura cuando una especie de violín desafinado chirría en el piso de arriba quebrando la noche, como el relámpago con el que rompe una tormenta. Aprieto las mandíbulas, tanteo el interruptor de la lámpara cayendo en la cuenta de que las sillas arrastradas pueden emitir ese tipo de chirridos. Sobresaltado, prendo la luz: arriba la casa está vacía. Pero hace tiempo que con la edad mi oído se niega a ubicar la fuente de lo que oye, se ha vuelto poco fiable y apago la bombilla con el corazón desacelerando. Intento racionalizar, aflojar los músculos. Inspiro profundamente; suelto el aire despacio. Vuelvo a inspirar sintiendo el olor rancio de la casa. Uno se acostumbra a los olores. Mañana me pondré la bata al empezar el turno. Acudiré al cuarto frío evitando captar los desinfectantes, notando en las manos la leve presión de los guantes. Me dejaré llevar por la rutina, disfrutando de la tranquilidad del frío al abrir una cámara y examinar la etiqueta que cuelga de un dedo. Los dígitos del despertador indican que apenas tengo tiempo para descansar, igual que la otra madrugada. Fue sobre esta misma hora cuando sonó el timbre. Me levanté bañado en sudor, con cosquilleos en las piernas y, sigiloso, me apresuré a correr la pestaña de la mirilla. Hace tiempo instalé una lente de gran angular. Al otro lado acechaba el anciano clavándome su ojo derecho de pez sin pestañas, rígido, abierto de par en par. Ocultaba una mano tras la espalda, tal vez escondiera un objeto. Con el pulgar libre pulsó el timbre con encono. Permanecí inmóvil, en silencio, pugnando por soportar esa pupila de animal de las profundidades marinas. De crío me contaron muchas historias de horror y desaparecidos y su poso, enquistado en algún resquicio de mi cerebro, había comenzado a removerse. Tampoco abrí ni cuando golpeó dos veces con el puño. El anciano parecía venir directo de mi infancia, de los tiempos en que los ogros castigaban a los niños malos. Tal vez fuera él quien corriera muebles ahí arriba. Contuve la respiración mientras le oía arrastrar las pantuflas de cuadros por las escaleras y regresé al dormitorio a luchar por un ratito de sosiego.

Esta noche el viejo no ha llamado a mi puerta. Hace días que no da señales de vida. Quién sabe, un hombre tan mayor. Pienso que, de alguna manera, faltando Luisa, el anciano se siente abandonado y quiere reclamarme su ausencia. Ahora clarea tras las cortinas y me temo que es imposible enfrentarse al desvelo. Tomaré una ducha bien fría, caminaré al trabajo igual que todos los días. Me pondré la mascarilla y entraré al cuarto frío. Tengo una especie de presagio: me figuro el estremecimiento que me sacudiría si al abrir una de las cámaras apareciera el viejo con su ojo abierto apuntando al infinito. Entonces sería yo el único inquilino del edificio. Quedaría en el tercero izquierda comiendo platos descongelados, sumido en el recuerdo de Luisa, dejándome arrullar por el ronroneo del motor del arcón en las apacibles noches de verano. Tranquilo, sin el viejo y con mi trabajo, pues soy de esos pocos quienes como ella solo en el frío encuentran la paz.

                                                               © Mikel Aboitiz, Berlín, septiembre 2019

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