23 sept 2020

Relato breve

 Lo que sube, baja

 Juan, el hombre bala, era un amante de las matemáticas, del cálculo infinitesimal y del trazado de parábolas. Junto con su esposa Josefina, la mujer barbuda, se ocupaba de la contabilidad del circo Kram. No tenían vástagos, pero desde siempre, echaban una mano con Silviana, la foca malabarista que ya rozaba la treintena. La vida trashumante les encantaba, pues otra no tenían. Con el cambio de estaciones a Juan le dolían la articulaciones, su cuerpo ya no era el amasijo de huesos flexibles de antaño. Había ganado peso tras las muchas horas de completar el libro mayor y calcular minuciosas parábolas, sobre todo tras errar en el aterrizaje en aquel pueblo de la costa, cuando le cayó encima a Tomy, el payaso triste. A partir de ahí, procuró equilibrar su dieta y se agenció una exigente calculadora de bolsillo Texas Instruments. Ambas decisiones contribuyeron a bajar la presión arterial de Josefina cada vez que prendía la mecha del cañón. Un día de lluvia, con el viento azotando la carpa, llegó a la carrera el nuevo director de pista a tomar posesión de su cargo. Se apeó del taxi, vestido ya para la ocasión, calzando unas suntuosas botas altas con espuelas plateadas, listo para entrar en pista. En el Kram, bien es cierto que nadie se jubilaba, como probaba Marcelo, el viejo trapecista, con sus enormes orejas, puntualizando socarrón: «Me seguirán creciendo hasta en mi propio velatorio». Don Ernesto Wahls, que así se llamaba el de las espuelas plateadas, venía a sustituir al anciano don Valentín, tras sufrir este un infarto mortal al acabar su última función. El espectáculo debía continuar. En contraste con su predecesor, el lozano don Ernesto hacía las delicias de las jóvenes malabaristas. También alimentaba acaloradas fantasías en Josefina, quien, durante un tiempo rejuveneció, ahorrando colorete en sus arreboladas y pilosas mejillas. Las funciones prosiguieron su curso aunque —como reconociera el hombre bala a Serafina, la domadora de elefantes, mientras esta le pulía con brío el cañón— era innegable que el Kram se hallaba en la fase descendente de su parabólica trayectoria. No en vano, los dos estaban lejos de sus mejores años. Serafina paró de frotar, asintiendo como si leyera en el desgastado rojo de su esmalte de uñas las palabras de Juan. «Llevas razón—contestó—, ya no tenemos edad para seguir con esto. Josefina se moriría si supiera lo nuestro. No habrá más veces». Desde entonces, las actuaciones del hombre bala perdieron brillantez, los elefantes, desconcertados por los cambios de humor de Serafina, erraban pesadamente en su números y don Ernesto, tras someter a arriesgadas pruebas nocturnas a jóvenes aspirantes a equilibrista, pensó en colgar las botas hastiado de tanto polvo, caminos y vida errante. Finalmente Juan, el hombre bala, calculó con acierto su parábola definitiva, la que lo catapultaría sin retorno a la otra vida. Por su parte, Marcelo, encaramado a su trapecio, señaló mirando a lo lejos que la mujer barbuda echó mano de la Gillette, pero no para afeitarse: la encontraron bañada en rojo en la piscina de Silviana.

 

©Mikel Aboitiz

 

 

2 comentarios:

  1. Tu circo es un crisol de figuras. Muy bueno.

    Un abrazo

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  2. y algo triste o melancólico, como todo circo...
    Gracias por pasarte,

    Un abrazo

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