24 may 2012

Relato: G.G.


G.G.

Bienvenido sea este guiso, sí señora. Y se relamía por encima de la servilleta anudada a su cuello de buey, mirando agradecido al plato y a mi madre que, pícara, se agachaba en exceso para servirle comida para el estómago y recreo para la vista. Por eso venía a nuestra casa. Todos los miércoles. Este miembro de la clientela, orondo representante de la industria de aspiradoras, comía por cuatro, a menudo traía invitados a degustar los guisos de mi padre y siempre me regalaba alguna golosina. Ladrón, acércate aquí, ladronzuelo. Llamaba zalamero al chavalín que yo era y que apenas asomaba detrás del mostrador. Desde el ventanuco de la cocina, mi padre vigilaba, encontrando en toda ocasión oportunidad de abandonar los fogones para seguir con enigmática sonrisa las idas y venidas de mi madre a la mesa de Germán Guevara, que así era como se llamaba nuestro mejor cliente. Yo llevaba saleros, recogía algún plato, echaba una infantil mano donde me requerían. G.G. ¡Je,¡je! —reía a menudo el escandaloso Germán, hilando un chiste fácil—. G.G. ¡Je,je!, hasta me río con faltas de ortografía, decía. Mi padre no alcanzaba a entender estas bromas recurrentes o, al menos, no las festejaba ni siquiera cuando a la espera del postre, G.G. se crecía en jovialidad. Hinchado de comida e inspiración, parecía agrandarse hasta límites incalculables, lo cual, dado su tamaño, era digno de ver. Improvisaba guasas, mientras se escarbaba los dientes con uno de los palillos que yo le acercaba diligente, a la espera de recibir alguna recompensa que nunca faltaba. G.G., la guardaba bajo la palma de la mano, rechoncha, más pálida que los cuadros blancos del mantel donde descansaba extendida. Yo levantaba la cabeza para mirar el palillo, diminuto entre los dedos de Germán, y luego bajarla, para volver a observar la mano llena de venitas cabalgando intrépidas por ella. Él callaba unos instantes para dilatar mi espera, sonriendo con los ojos, repasando veloz el mondadientes de un lado al otro de la dentadura, como un pianista haciendo escalas. Miles de veces le escuché referir cómo su descomunal tamaño no suponía un obstáculo en su profesión, sino una garantía, pues las amas de casa confundían las dimensiones de las aspiradoras, empequeñecidas al lado del enorme vendedor. Eso las dispensaba de romperse la cabeza elucubrando dónde guardar tanto trasto. Y es que bajo la mano que acariciaba el mantel, cabían bolsas enteras de caramelos, chicles y otras fruslerías que, mágicamente, se materializaban cuando dejaba de ejercitarse en mover el palillo. Lo frenaba de golpe en un diente, como si fuera este el resorte que levantaba la mano del mantel, izándome a mí al cielo desgraciadamente finito de los dulces.
Un miércoles, seguidor del martes de descanso, faltó Germán. Al siguiente, también. Daba pena pasar junto a la mesa vacía, la número once. No volví a ver esa sonrisa enigmática en mi padre al vigilar a mi madre sirviendo a Germán. Tampoco llevé muchos palillos más a las mesas, ya que pronto ingresé en un internado porque mis padres se separaron. Con todo, años más tarde, recuerdo la alegría de Germán —seguramente, mi madre también—, y en ciertos restaurantes imagino que tengo la mesa once, y pienso para mí: Vuelve, pasa por aquí, Germán Guevara. Sé bienvenido.

©Mikel Aboitiz


1 comentario:

  1. Anónimo29/5/12

    Váquez al aparato.... Muy bonito,y ¿esa invitación-bienvenida "camuflada"?

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