Impulso
Robar una cartera. ¡Qué estupidez!
Sin embargo, esa esquinita de cuero sobresale del bolsillo del
pantalón abandonado sobre la toalla de baño. Una toalla grande, de
rayas blancas y amarillas. El sol está en lo más alto y la playa,
extrañamente poco concurrida. Si se agachara como para alcanzar
las llaves que,¡vaya!, se le acababan de caer torpemente a la arena,
podría aprovechar para recoger
también la cartera y seguir arrastrando la sombrilla, dibujando con
su palo serpientes por la arena,
rumbo a su zona preferida. Mejor no arrastrarla. Nunca se sabe. Sería
tonto, dejar un surco, como un reguero de sangre tras un asesinato.
Asesinato,¡bah! Qué exageración, al fin y al cabo, se trata de una
simple cartera, una billetera probablemente vacía (en los días que
corren nadie deja así de descuidada una cartera y menos si tiene
mucho dentro). A decir verdad, apenas abulta ahí metida, en el
capazo. Ni siquiera se ve, claro, que en eso influye
el mar que espejea como si los rayos de sol no pudieran atravesar el
agua y quedaran desparramados como huevos rellenos de luz
reventados contra la fachada del mar. La maldita sombrilla pesa como
un demonio y ya no dibuja serpientes o, acaso, las olas se alimentan
de ellas porque ahora avanza por la orilla, donde la arena no quema,
aunque dentro del capazo es como si le ardiera una brasa de cuero
gastado asomando entre la toalla y la crema protectora. Abrasa. Se
abrasa. El chiringuito ya está a la vista. Le gusta tumbarse cerca
de él y disfrutar de su música amortiguada, movida por el aire,
yendo y viniendo como las olas mientras se deja ganar por el sueño.
Otra vez siente demasiado calor y el mimbre del capazo le hace
llamear el hombro. La cabeza le da vueltas. Mejor marchar al hotel,
alejarse de la playa. Qué calor. Le arde el hombro, quema, cuando
una mano le detiene desde atrás, posando firme su peso sobre él.
Por dios, qué bochorno.
©Mikel
Aboitiz
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