Muerte baldía
Fuimos a enterrarlo a su pueblo. Al
llegar, tañían las campanas. Nadie en las calles. El viento lanzaba
con violencia la arena del suelo contra las fachadas resecas. Puertas
y ventanas cerradas a cal y canto; selladas contra el sol del
mediodía, una bola de fuego sobre el ocre del paisaje.
Por la tarde le dimos tierra y se desató una tormenta. Las gotas de
lluvia, aliadas de nuestro llanto,
le buscaban, abriéndose paso por entre la tierra reseca. Sus restos
no nutrirían ni una brizna de hierba.¡Qué desconsuelo aquel
sinsentido! No esperamos a la noche para abandonar ese lugar
doblemente muerto.
Por el retrovisor del coche veía el
pueblo, cada vez más pequeño, lejano, preñado de nuestro amigo.
Giré a la derecha y desapareció. En su lugar un cielo limpio e
implacable se recostaba contra la aridez del horizonte. La carretera
seguía una recta en pendiente. Hube de cambiar a primera. El motor
renqueaba entre el polvo del camino, pero sabía que después —con
el tiempo— la ruta sería menos penosa. Dejé descansar la mano
sobre la palanca de cambios, mientras a los lados, el viento peinaba
la nada. La carretera mejoraría, pero continuaríamos notando esa
arenilla amarga metida entre los dientes, muy hasta adentro.
©Mikel
Aboitiz
Un relato desolador, pero muy bien narrado.
ResponderEliminarUn gusto, de veras.
Saludos, Mikel.