Salvada está perdiendo los papeles. Ya, esto no es ninguna novedad, me dirán... Me limito a transcribir lo que he encontrado en uno de sus cajones y ¡ni una palabra más!
Décimo seguidor de la lengua salvada
—Juan de la Cosa, ¿no? De profesión
cartógrafo...
—No, disculpe: Cossa, con dos eses. Y
mi nombre es Sergio, no Juan.
El hombre del mostrador corrige
concienzudamente los datos en sus papeles. Utiliza un bolígrafo
diminuto, como hecho a su medida. Acabada la corrección, libera el
labio superior de entre los dientes e indica amable, antes de
alejarse pasillo adelante:
—Bien, espere un momento, por favor.
A medio camino se gira dudando:
—Juan, me dijo, ¿no?
Sergio le corrige de nuevo llenándose
de paciencia. Para hacerlo se ha levantado un instante del sofá.
Pasa un minuto. Dos minutos. En la sala de espera hay varias
revistas. Cossa toma una, hojea otra; mira al fondo, inquieto,
intentando descubrir algún movimiento en el oscuro pasillo, que
parece una boca que se hubiera tragado al hombrecito y exhalara un
aliento fresco. Pero no; se trata del aire acondicionado que funciona
fatal, intermitente. ¿De dónde habrá salido este hombrecito con
ese traje rojo o rosa como una lengua? En todo caso, le quedaba un
poco grande, además de chillón. Una puerta abriéndose le saca de
sus ociosos pensamientos. Desde el fondo del pasillo avanza el
hombrecito, sudoroso, empapado. El calor en la sala de espera es
insoportable. La mancha rosa o roja, avanza, como si fuera una lengua
saliendo de ese pasillo profundo como una boca y se burlara de él y
de su espera. Mortal este calor. Cossa ya no sabe a qué ha venido a
este lugar. Acierta, lo justo, a incorporarse e ir junto al mostrador
al encuentro del hombrecito, que empapado en sudor, le informa:
—Señor
de la Cosa, sea usted
bienvenido —aquí despliega una sonrisa de dientes de leche,
añadiendo tras una pausa excesivamente dramática y vacía—: le
hemos dado el número 10, como a Maradona. Maradona, ya sabe...
Cossa no está seguro de haber
escuchado bien. Ese maldito calor no le deja pensar. ¿Es un chiste
eso que le ha dicho el hombrecito? ¿Debería reírse?, ¿ignorarle?
Porque el hombrecito está ahí parado, frente a él, con las manos
sobre el mostrador, extendidas sobre un teclado invisible, a la
espera de una reacción. ¡Dios, qué calor! Que alguien arregle el
maldito aire acondicionado. El hombrecito no se mueve y ¡cómo suda!
Parece envuelto en baba. ¿Qué espera de mí? De repente algo hace
clic (¿han arreglado el aire acondicionado?) y el hombrecito se ha
esfumado. Así de sencillo. ¿Seguirá sudando allá donde esté?
Clic y el hombrecito ha desaparecido.
©Mikel
aboitiz
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