Primer día sin lácteos
Desde que el médico le prohibiera
tomar productos lácteos, todo se convirtió en leche para él, todo
era blanco, lácteo. Al despertar, tomó conciencia del nuevo día,
arrastrando perezoso la mirada por el techo pintado del color de la
leche. Se levantó, corrió lentamente las cortinas blancas de la ducha
y el vapor del agua caliente le sumió en una tranquilidad lechosa y
apacible. En el desayuno evitó rasgar la negrura del café con un
chorro de... ¡Maldita sea!, debía tomarlo solo, sin cortar. Vestido
con una camisa impoluta en la que el negro de su corbata no podía
destacar más, se colocó sobre la pechera una servilleta sin dibujos,
desnuda como un lienzo. Mantequilla, queso; todo
era lácteo en sus deseos de desayuno. Se frotó los ojos resignado
ante una simple tostada con mermelada, sintiéndose un ser extraño,
un punto diminuto, solo en el mundo, en el planeta Tierra, en el
Sistema Solar, en la espiral de la Vía... Mordió contrariado la
tostada, vigilando que la maleta estuviera en su sitio, con la bata
de trabajo dentro. Una suerte que no reparara en el color de esta.
Acabó apresurado el desayuno y salió de casa con las llaves del
coche (color crema) de la mano, rumbo a realizar una inspección
rutinaria (paradojas de la vida) en una prestigiosa central lechera.
Se sentó al volante y al arrancar una explosión sonó bajó sus
pies frenándole en seco. Esto le enfadó y asustó. Se puso de muy,
muy mala (no seamos groseros) uva. Y aquí queda nuestro hombre,
oyendo una segunda explosión bajo él, con las manos sobre el
volante, temeroso, pálido del susto, con el rostro blanco como...
como ustedes supondrán.
©Mikel
Aboitiz
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