El albacea
Ese maldito papel me quemaba en las
manos. Una nota manuscrita casi ininteligible, guiada por una mano
enferma y avalada ante notario como revocación de anteriores últimas
voluntades. En funciones de albacea, yo había roto más corazones
que un don Juan y demolido cientos de castillos en el aire. Pero
aquella nota impedía el justo curso de la vida, de años de esfuerzo
y dedicación académica del fallecido investigador, pues dejaba a la
fundación (su única familia) sin nada, en favor de las flores de
juventud de aquella joven de cuerpo frágil que soltaba nervios
mascando con mal disimulo un chicle fucsia, del color de sus labios,
ante la intimidatoria plana mayor de la fundación. Cuando leí la
postrera voluntad del finado, todos abandonaron airados la sala. Solo
ella, su joven amante, quedó sentada con las piernas juntas, con
comedimiento, la cabeza gacha, la mirada perdida, más allá del fin
de su ajustada minifalda, de sus largas piernas brillantes. Resultaba
ser la heredera única de la fortuna del doctor R. Pronto se
enteraría la prensa. La bella muchacha debería pleitear hasta el
fin de sus fuerzas para defender aquello que yo acababa de hacer
público. Me acerqué cauteloso a su silla y la invité a pasar a la
sala contigua. La esperaba un áspero camino para conservar lo que
legalmente le pertenecía. Pobre muchacha. Afortunadamente alguien
había dejado una botella de champán frío allí, entre todos
aquellos archivadores ordenados alfabéticamente. También había
dos copas, qué deferencia. Le serví el espumoso en una de ellas y
por fin la vi sonreír agradecida a través de las burbujas. No era
para menos.
©Mikel
Aboitiz
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