Matemática
y superstición
Abelardo
M. fue a la gran ciudad a jugar a la ruleta. La primera noche volvió
al hotel con los bolsillos llenos y la sonrisa fácil del ganador.
Durmió a pierna suelta junto a una botella de champán mediada y una
joven belleza tan efímera como el fingido ardor que le prestó. Al
despertar se alegró de nuevo de su suerte mientras olisqueaba en sus
manos el aroma de su fugaz compañera confundido con el del deseo de
volver a apostar a la ruleta. Podía oler el triunfo. Desayunó
huevos con jamón y regresó apresurado al casino donde pasó todo el
día encerrado.
Por la
noche, concedió un saludo fatigado al recepcionista y subió sin
prisas a su habitación de lujo (la 32; ¡todo al 32!,
recordó). Con paso cansino, la mirada perdida en la alfombra verde
como el tapete del casino, ganó la cama. Cerró los ojos y soñó
con apuestas.
Al
despertar (durmió solo: estaba agotado) sabía lo que debía hacer:
cambiar de habitación. Ocuparía la 9, una suite de categoría
inferior en el primer piso, económica y sin grandes vistas. Desayunó
nuevamente huevos con jamón y, cargado de supersticiones, regresó a
jugarse el dinero por tercer día consecutivo. Tres veces tres:
nueve, tan simple como el número de su nueva habitación. Serían
tres veces tres éxitos consecutivos. ¡Todo al 9!
Volvió
de madrugada al hotel y no pidió huevos con jamón para el desayuno.
Se despidió del recepcionista hasta el año siguiente y, apurado por
no perder el tren de las 12 en punto, subió al taxi de buen humor,
canturreando algo alegre camino de la estación, contento de saber
qué habitación reservaría la próxima vez. No olvidó dejar una
buena propina al taxista.
©Mikel
Aboitiz
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