Antón Chéjov
(29 enero 1860 – 15
julio 1904)
La corista de Chéjov
Siempre quise echarme un marido
ruso: rubio, cachas, alegre, en fin, tenía mi hombre ideal. Sin
embargo, mi sueño no se hizo realidad. Acabé con un tipo de
Lavapiés que terminó siendo aún peor exmarido que esposo. Pero
anoche, leyendo en la
cama, vi que hay quien lo tiene aún peor, al menos en el mundo de la
ficción. Estoy hablando del cuento de Chéjov titulado La corista. (Ya
lo ven, no logré un buen marido pero ayer sí me hice con un gran
cuentista ruso). Yo, que siempre salgo perdiendo, me sentí reflejada
desde el comienzo en Pasha, la corista. Se trata de una joven
cantante que tiene un amante, Nikolai Petróvich Kolpakov, que está
de visita cuando llaman a la puerta. La muchacha se dirige a abrir
pensando que se tratará del cartero, mientras él, precavido, huye
con sus ropas a esconderse en otra habitación.
Últimamente, cuando tocan el
timbre de mi casa y no sé quién es, me inquieto, el corazón, me da
un vuelco. Imagino que vienen a darme una buena noticia, pero solo
suele ser el cartero que me entrega en mano los currículos porque no
caben bien en el buzón.
Al menos, en el caso de la
corista, nadie trae una
negativa de empleo, pues no es el cartero quien llama, sino la
elegante esposa de
Nikolai. Recién llegada va directa al grano: sabe que su marido la
engaña y Pasha no tarda en admitirlo; resulta inútil negar lo
evidente. Es como cuando yo me retraso con el alquiler: ya no me
valen excusas con Félix, mi casero bigotudo. No funciona esconderme
echando la culpa al banco. De modo que la corista, impelida
por la tensión que Chéjov ha sabido recrear con vértigo narrativo,
confiesa su relación con Nikolai.
Y la elegante mujer hace una escena terrible a la joven. No se trata
de celos, sino de dinero: la justicia busca a su marido por ser
responsable de un desfalco. A buen seguro, ha robado para agasajar a
la corista con regalos, con valiosas joyas.
Pasha
ve que no tiene sentido seguir negando, y cede, le entrega una
pulsera y una sortija de escaso valor: todo lo recibido de Nikolai.
La señora lo acepta soliviantada, ¡no ha llegado allí para pedir
limosna y que le entreguen baratijas! ¡Necesita juntar novecientos
rublos para evitar la ruina de sus hijos y la suya propia! Porque si
los consigue, podrá enmendar el desatino de su esposo y librarles de
caer en la miseria. Entonces la corista, acorralada, sin saber ya qué
hacer (imagino los rostros acalorados de las dos mujeres), reconoce
que Nikolai sí suele traerla algo cuando viene. Y la banalidad del
regalo debería ser la prueba misma de la veracidad de sus palabras,
pues confiesa que Nikolai acostumbra a llevarle pasteles. Unos
simples pasteles. En esos pasteles parece concentrarse la dulce
inocencia de Pasha y el descrédito de la señora que, ahora con más
ímpetu, arremete contra ella reclamando las joyas, ¡las joyas!
Pasha, con la razón turbada por
el dramatismo de la escena (la señora bella, pálida ha comenzado a
implorar, a punto está de hincarse de rodillas suplicando ante ella,
una simple corista), le entrega entonces unas auténticas alhajas,
dádivas de visitantes anteriores. No son de Nikolai Petrovich, eso
debe quedar claro, pero ahí las tiene, se las da.
Con esto no terminaba mi
lectura. Me quedaba aún por saber cómo reaccionaría Nikolai. Por
eso, anoche seguí leyendo hasta el final. Hasta acabar no apagué
la luz, pero cuando lo hice, la oscuridad no me sirvió para
conciliar el sueño. Daba vueltas y más vueltas a los personajes del
cuento, al estilo sencillo y magistral de Chéjov, a su habilidad
para reflejar las convenciones sociales a través de un cuadro vivo,
lleno de acción.
Tal vez movida por mi falta de
trabajo unida al exceso de noticias financieras, asocié la crisis
actual (¡las joyas, las
joyas!) con la esposa engañada. Imaginé la escena que me esperaba
en la que Félix se atusa nervioso el bigote recordándome el
alquiler retrasado y, desvelada, decidí encender la luz para buscar
consuelo en los brazos de papel de mi amante ruso, Antón Chéjov.
Sus cuentos me seducen.
©Mikel Aboitiz
¡Espléndido homenaje, Mikel!
ResponderEliminarUn abrazo,
Me alegro de que también te guste Chéjov. Yo lo visito de vez en cuando y, aunque no hablemos de fútbol, política o mujeres, me recreo una y otra vez con sus cuentos. Creo que voy a escribir una entrada en mi blog de una de sus joyas: El Monje Negro, que en su momento me causó una profunda impresión.
ResponderEliminarSaludos,compañero.
¡Jánter, qué alegría verte pasar por aquí!Chéjov, Chet, son varias las coincidencias.
EliminarUn saludo