29 ene 2013

La corista de Chéjov






Antón Chéjov
(29 enero 1860 – 15 julio 1904)


La corista de Chéjov

Siempre quise echarme un marido ruso: rubio, cachas, alegre, en fin, tenía mi hombre ideal. Sin embargo, mi sueño no se hizo realidad. Acabé con un tipo de Lavapiés que terminó siendo aún peor exmarido que esposo. Pero anoche, leyendo en la cama, vi que hay quien lo tiene aún peor, al menos en el mundo de la ficción. Estoy hablando del cuento de Chéjov titulado La corista. (Ya lo ven, no logré un buen marido pero ayer sí me hice con un gran cuentista ruso). Yo, que siempre salgo perdiendo, me sentí reflejada desde el comienzo en Pasha, la corista. Se trata de una joven cantante que tiene un amante, Nikolai Petróvich Kolpakov, que está de visita cuando llaman a la puerta. La muchacha se dirige a abrir pensando que se tratará del cartero, mientras él, precavido, huye con sus ropas a esconderse en otra habitación.

Últimamente, cuando tocan el timbre de mi casa y no sé quién es, me inquieto, el corazón, me da un vuelco. Imagino que vienen a darme una buena noticia, pero solo suele ser el cartero que me entrega en mano los currículos porque no caben bien en el buzón.

Al menos, en el caso de la corista, nadie trae una negativa de empleo, pues no es el cartero quien llama, sino la elegante esposa de Nikolai. Recién llegada va directa al grano: sabe que su marido la engaña y Pasha no tarda en admitirlo; resulta inútil negar lo evidente. Es como cuando yo me retraso con el alquiler: ya no me valen excusas con Félix, mi casero bigotudo. No funciona esconderme echando la culpa al banco. De modo que la corista, impelida por la tensión que Chéjov ha sabido recrear con vértigo narrativo, confiesa su relación con Nikolai. Y la elegante mujer hace una escena terrible a la joven. No se trata de celos, sino de dinero: la justicia busca a su marido por ser responsable de un desfalco. A buen seguro, ha robado para agasajar a la corista con regalos, con valiosas joyas.

Pasha ve que no tiene sentido seguir negando, y cede, le entrega una pulsera y una sortija de escaso valor: todo lo recibido de Nikolai. La señora lo acepta soliviantada, ¡no ha llegado allí para pedir limosna y que le entreguen baratijas! ¡Necesita juntar novecientos rublos para evitar la ruina de sus hijos y la suya propia! Porque si los consigue, podrá enmendar el desatino de su esposo y librarles de caer en la miseria. Entonces la corista, acorralada, sin saber ya qué hacer (imagino los rostros acalorados de las dos mujeres), reconoce que Nikolai sí suele traerla algo cuando viene. Y la banalidad del regalo debería ser la prueba misma de la veracidad de sus palabras, pues confiesa que Nikolai acostumbra a llevarle pasteles. Unos simples pasteles. En esos pasteles parece concentrarse la dulce inocencia de Pasha y el descrédito de la señora que, ahora con más ímpetu, arremete contra ella reclamando las joyas, ¡las joyas!

Pasha, con la razón turbada por el dramatismo de la escena (la señora bella, pálida ha comenzado a implorar, a punto está de hincarse de rodillas suplicando ante ella, una simple corista), le entrega entonces unas auténticas alhajas, dádivas de visitantes anteriores. No son de Nikolai Petrovich, eso debe quedar claro, pero ahí las tiene, se las da.

Con esto no terminaba mi lectura. Me quedaba aún por saber cómo reaccionaría Nikolai. Por eso, anoche seguí leyendo hasta el final. Hasta acabar no apagué la luz, pero cuando lo hice, la oscuridad no me sirvió para conciliar el sueño. Daba vueltas y más vueltas a los personajes del cuento, al estilo sencillo y magistral de Chéjov, a su habilidad para reflejar las convenciones sociales a través de un cuadro vivo, lleno de acción.

Tal vez movida por mi falta de trabajo unida al exceso de noticias financieras, asocié la crisis actual (¡las joyas, las joyas!) con la esposa engañada. Imaginé la escena que me esperaba en la que Félix se atusa nervioso el bigote recordándome el alquiler retrasado y, desvelada, decidí encender la luz para buscar consuelo en los brazos de papel de mi amante ruso, Antón Chéjov. Sus cuentos me seducen.

©Mikel Aboitiz

3 comentarios:

  1. ¡Espléndido homenaje, Mikel!

    Un abrazo,

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  2. Me alegro de que también te guste Chéjov. Yo lo visito de vez en cuando y, aunque no hablemos de fútbol, política o mujeres, me recreo una y otra vez con sus cuentos. Creo que voy a escribir una entrada en mi blog de una de sus joyas: El Monje Negro, que en su momento me causó una profunda impresión.

    Saludos,compañero.

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    1. ¡Jánter, qué alegría verte pasar por aquí!Chéjov, Chet, son varias las coincidencias.
      Un saludo

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