Ese maldito aprendiz de kung-fu
se había esfumado. Se paró asomándose al callejón sin salida,
escrutando la callejuela, estrecha incluso para un solo hombre.
¿Dónde demonios se habría metido? Su compañero sangraba en el
suelo, doblado de dolor. Se golpeó nervioso con la porra en la palma
de la mano antes de sacar el walki
talki y
pedir una ambulancia. ¿Por dónde había desaparecido ese perro? Él
le iba a enseñar kárate en cuanto le pillara. Al enjugarse el sudor
de la frente con el antebrazo, miró hacia arriba. Entonces —tarde—,
comprendió quién daba ahí las clases de artes marciales.
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