Semáforo
verde, conciencia en rojo
Es
como si el jabón no penetrara al lavarse las manos. ¡Maldita pelota!
Lanza rabioso la pastilla contra su imagen. El espejo herido le
devuelve una margarita de azogue con un rostro devastado en cada uno
de sus pétalos. ¡Si hubiera frenado antes! Se enjuaga la cara; cuida
no cortarse con las esquirlas y corre a vestirse. Se pondrá
pantalones, camisa, corbata y —lo más importante— la cara de
rutina e indiferencia que todos conocen. Acudirá al trabajo (en bus,
desde entonces ya no conduce), encenderá el ordenador y la luz de la
pantalla iluminará su cara, pero no lo suficiente para que sus
compañeros vean el mismo rostro repetido en el espejo roto del baño.
No lo suficiente para que un colega le ponga una mano en el hombro y
le pregunte. Pasarán ocho horas y luego —la sien apoyada en la
ventilla del bus— regresará a recoger los cristales quebrados.
©Mikel Aboitiz
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