Cariño,
no te entiendo
Justo antes de subirse al tren nocturno y abrazarme apresurada, deslizó cariñosamente una advertencia: «Tú peor enemigo eres tú». Arrancó la locomotora y yo me quedé recorriendo el andén de arriba a abajo, desentrañando en vano el sentido de sus palabras. Mientras saludaba con un café al nuevo día en el bar de la estación, seguía aún sacando conjeturas. Caminé a casa entre entrañas desparramadas de papeleras, armando y desarmando ese extraño puzle de cinco piezas. Al subir las escaleras de mi apartamento, hice un alto para descansar, repitiéndome en voz alta su despedida. Metí la llave en la cerradura y le dí un par de vueltas más a la frase. No pegué ojo en toda la noche.
Bien entrada la mañana,
desayuné con sus palabras untadas en la tostada, hasta que ella me
llamó por teléfono. Corrí aliviado a atenderlo y, a bocajarro, le
pregunté por el sentido de aquella enigmática despedida.
—El viaje bien. Gracias
por tu interés —respondió sarcástica.
Hube de insistir, testarudo.
Pero ella me esquivaba:
—En realidad, perdí la
conexión...
—Sí, pero —corté
ansioso— ¿qué quisiste decir con aquello de «Tú peor enemigo
eres tú»?
Escuché cómo tomaba aire antes
de contestar. Lo hizo con tanta fuerza que temí ser absorbido por el
auricular:
—¡Que eres un obsesivo!
Un tipo enfermizamente obsesivo, Rafael. Y además, ¡un egoista! —y
colgó.
Me quedé con el auricular de la
mano, mirando embobado por la ventana el parpadeo ámbar de un
semáforo averiado. Tal vez provocara un accidente. Sería bueno
avisar a Tráfico. Luego descubrí sorprendido que aún tenía el
teléfono en la mano. Colgué y me acerqué a la ventana. Debería
llamar y avisar. Evitar un infortunio.
Sí, eso era lo correcto. Claro que, tal vez —deduje—, ya se
habría encargado de ello un vecino. El semáforo me guiñaba el ojo
sin parar y se me pasó la hora de comer delante de la ventana,
acechado por la oscura certeza de que nunca llegaría a comprender a
las mujeres.
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