Recursos
humanos
Me gusta
mi trabajo. En recursos humanos no solo ayudamos a la empresa a
redimensionar la plantilla en tiempos de crisis. También
seleccionamos personal motivado, gente con ganas de trabajar. En este
proceso, prestamos mucha atención a los currículos, que nos son
útiles para cribar. Luego viene la primera entrevista, el momento
esperado en el que me encierro con el aspirante en una habitación.
Entre nosotros solo está la mesa con mi cuaderno de notas. Cada vez
que apunto algo en él, el candidato hace una pausa, traga saliva en
seco, cruza las piernas. Pocos permanecen indiferentes. Yo sonrío y
nunca me dejo llevar por prejuicios. Así, la semana pasada tuve para
el departamento de logística a un chaval serio que había olvidado
quitarse el pendiente. No perdí la sonrisa. Tampoco cuando al
girarse para situar bien su asiento (suelo dejarlo algo descolocado,
para ver si aguantan la incomodidad de una ubicación forzada o si
prefieren moverlo a su gusto) observé con desagrado un tatuaje
naciendo de su nuca, casi oculto por el pelo. Ese chico me recordaba
a alguien, ¿a quién? Seguí con las preguntas habituales y anoté
algunas respuestas interesantes. Tengo mi método de valoración.
Cien por cien objetivo. Mi entrevista es siempre la primera. En
segunda instancia los otros equipos deciden más a fondo, analizan
cómo son sus posibilidades de integración en el grupo de trabajo.
Pero yo –por expresarlo rápido–, digamos que permanezco en la
superficie. En mi trabajo me importa sobremanera lograr la mayor
imparcialidad en las valoraciones; busco evitar lo personal. Con el
tiempo he desarrollado un código que me permite interpretar mis
notas eficientemente sin el peligro de que el solicitante pueda
entrever algo. Las rayitas verticales acercan al candidato a la
siguiente entrevista. Las oblicuas le dejan en tierra de nadie y las
horizontales son lo peor que le puede pasar al aspirante. Sí, el
muchacho para la logística me resultaba familiar. Pasamos a la tanda
de preguntas estresantes. Saltó por encima de las más incómodas
con el estilo de un purasangre. En mis notas se acumulaban los
palitos verticales. El muchacho tenía labia. Incluso se fue al
terreno personal con gran soltura y hube de sacarle de ahí para
mantener la conversación por su justo cauce, sin desviarla hacia la
imparcialidad. Objetividad ante todo. Los que habrán de trabajar con
él día día pueden dejarse llevar por sus gustos e inclinaciones
personales. Es legítimo. Pero yo no. Después de media hora mis
notas estaban llenas de palitos verticales entreverados por algunos
oblicuos. Pasamos a hablar de su retribución. Llegado este momento
me gusta recostarme en mi silla y juntar impresiones. Compongo un
gesto afable, invitador, pues los candidatos son conscientes de quién
tiene la sartén por el mango e intento suavizarles el envite,
sonriendo abiertamente, mientras sus rostros se hielan, miran hacia
abajo, se revuelven inquietos sobre el asiento o ponen una cara de
póquer fatal. Otros se atreven a lanzar un farol con falsa seguridad
y se delatan al agarrar su vaso de agua con mano temblorosa. Todos
temen este momento. Sin embargo, el chaval de la logística supuso
una rara excepción. Lo que pidió casi se salía del presupuesto,
pero la forma en que lo hizo fue singularmente buena, elegante. Tras
unas formalides, finalizaba la entrevista con dos palitos verticales
de gran tamaño en mi bloc. En ese momento supe que me recordaba al
novio de mi hija. El candidato parecía contento consigo mismo. Al
despedirse me miró a los ojos con franqueza. Antes de cruzar la
puerta se giró como para retener en la memoria la imagen de su
reciente éxito. En la mesa, abierto, pudo ver mi cuaderno de notas
con una larga raya horizontal al final que seguro tomó como el
subrayado, la confirmación, de la buena entrevista que creía haber
hecho.
©Mikel
Aboitiz
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