- Momentos cumbre -
Escalar
el Everest, congelarse en la subida. Sufrir, culminar la cima,
jugarse la vida para luego tener que bajar. ¿Un sinsentido? Una bota
golpeando el cuero de un balón anclado al punto de penalti, a once
metros de la gloria ante miles de gargantas al unísono enmudecidas:
¿también un sinsentido? ¿Puede una patada valer una vida? Luis
Gómez, Pajarito, no piensa ahora en todo eso mientras acaricia el
balón, los ojos fijos en el portero. No está para nada más allá
del césped. No está en su casa viendo su película favorita (la
naranja mecánica), sino que se encuentra a once metros de la
felicidad. O del descalabro. ¿Piensa en los largos entrenamientos,
en las patadas recibidas, en madrugones, en autobuses incómodos, en
los estudios dejados a medias? No. Avanza de espaldas para tomar
carrerilla. Debe tener confianza. Esa portería es mayor que el ojo
de una aguja. El cancerbero estirándose como un animal antes de
atacar —los brazos abiertos, las piernas separadas— no podrá
detenerlo; no, no es tan grande como aparenta. Para grandeza la que
le espera a Pajarito cuando chute directo a la red. De ella saldrá
la gloria, el botín pescado en el fondo de sus sueños. Sonríe
Pajarito nervioso a los aplausos de los hinchas que le animan a
correr. No entiende por qué el míster ha decidido
darle tal responsabilidad a él, un muchacho recién salido de la
cantera. El guardameta taladrándole con los ojos, con la experiencia
de mil encuentros, parece susurrar: Chaval, no lo lograrás,
los nervios te van a poder. No pensar, chutar y no pensar. La
tribuna está vacía, sus padres no le ven, los periodistas no
existen. No existen. Solo hay un balón y tres palos, pero la mirada
del portero le pesa como una mano sobre el hombro (no pasa nada,
chaval, todos fallamos). Lanzará a la izquierda. Ajustará a la
izquierda. Arranca, corre. Pajarito se ve a sí mismo desde fuera,
como en la tele, acelerando. El olor a césped húmedo se le pega a
la nariz. El público calla, grita, se oyen pitos. Los muchachos, no
puede defraudar a los muchachos. El portero rival ocupa ahora toda la
meta, ¡es gigante! Pero él revienta el balón con el empeine y la
bola gira, gira tomando efecto. Ya está hecho. Transcurren unas
décimas de segundo —una vida a corazón parado—, la pelota vuela
y Pajarito está a punto de coronar su Everest. Ya rozan sus dedos la
gloria de la cumbre, ¡ahí la tiene!, al alcance de su mano, pero
también puede que de la del portero. El público se levanta
emocionado.
©Mikel
Aboitiz
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