5 jul 2014

Relatos con segunda oportunidad




- Momentos cumbre -

Escalar el Everest, congelarse en la subida. Sufrir, culminar la cima, jugarse la vida para luego tener que bajar. ¿Un sinsentido? Una bota golpeando el cuero de un balón anclado al punto de penalti, a once metros de la gloria ante miles de gargantas al unísono enmudecidas: ¿también un sinsentido? ¿Puede una patada valer una vida? Luis Gómez, Pajarito, no piensa ahora en todo eso mientras acaricia el balón, los ojos fijos en el portero. No está para nada más allá del césped. No está en su casa viendo su película favorita (la naranja mecánica), sino que se encuentra a once metros de la felicidad. O del descalabro. ¿Piensa en los largos entrenamientos, en las patadas recibidas, en madrugones, en autobuses incómodos, en los estudios dejados a medias? No. Avanza de espaldas para tomar carrerilla. Debe tener confianza. Esa portería es mayor que el ojo de una aguja. El cancerbero estirándose como un animal antes de atacar —los brazos abiertos, las piernas separadas— no podrá detenerlo; no, no es tan grande como aparenta. Para grandeza la que le espera a Pajarito cuando chute directo a la red. De ella saldrá la gloria, el botín pescado en el fondo de sus sueños. Sonríe Pajarito nervioso a los aplausos de los hinchas que le animan a correr. No entiende por qué el míster ha decidido darle tal responsabilidad a él, un muchacho recién salido de la cantera. El guardameta taladrándole con los ojos, con la experiencia de mil encuentros, parece susurrar: Chaval, no lo lograrás, los nervios te van a poder. No pensar, chutar y no pensar. La tribuna está vacía, sus padres no le ven, los periodistas no existen. No existen. Solo hay un balón y tres palos, pero la mirada del portero le pesa como una mano sobre el hombro (no pasa nada, chaval, todos fallamos). Lanzará a la izquierda. Ajustará a la izquierda. Arranca, corre. Pajarito se ve a sí mismo desde fuera, como en la tele, acelerando. El olor a césped húmedo se le pega a la nariz. El público calla, grita, se oyen pitos. Los muchachos, no puede defraudar a los muchachos. El portero rival ocupa ahora toda la meta, ¡es gigante! Pero él revienta el balón con el empeine y la bola gira, gira tomando efecto. Ya está hecho. Transcurren unas décimas de segundo —una vida a corazón parado—, la pelota vuela y Pajarito está a punto de coronar su Everest. Ya rozan sus dedos la gloria de la cumbre, ¡ahí la tiene!, al alcance de su mano, pero también puede que de la del portero. El público se levanta emocionado.

©Mikel Aboitiz

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