Nácar
Vestía
pieles de astracán y empuñaba firmemente una pistola de cachas
nacaradas con un brillante engarzado en la culata. Él mostraba las
palmas vacías de las manos haciéndose el inocente y una sonrisa en
la que no cabía el miedo. Estaba tan seguro de que ella no apretaría
el gatillo como de su porte de dandi y del precio de su sonrisa
canalla flotando sobre
un mentón
partido y varonil. Al acercarse a ella sus pasos lentos resonaron
sobre el pavimento de la calle oscura y vacía. Avanzó queriendo
domar una fiera, sosteniendo su mirada por encima del collar de
perlas. Inclinaba la cabeza levemente sin dejar de sonreír para
convencerla de sus buenas intenciones, tomándola por un animal
receloso y no por amante despechada dispuesta a todo. A corta
distancia osó a rozar suavemente uno de sus rizos dorados, tratando
de ganar
su indulgencia, ignorando su orden de no moverse, su petición
desesperada, reafirmada
en la sangre huyendo de los nudillos por la presión contra el arma.
Apretaba la mano, poniendo en valor su blancura con la palidez del
nácar y de la luna flotando sobre el horizonte de fachadas oscuras.
Con
un leve cabeceo él le pidió la pistola, confiado en que la
depondría y se echaría a llorar rendida en sus brazos. Su gesto no
anticipó ese corto resplandor, ese fogonazo que le hizo hincar la
rodilla antes de caer al suelo. Los
nudillos de ella volvieron a recuperar el color
al soltar el arma y salir huyendo,
dejando atrás la luna partida
en el brillante de la cacha de nácar.
©Mikel
Aboitiz
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