24 mar 2013

Relato



POMPAS DE JABÓN

Mejor, jovencita, quédate sentada en la alfombra, la cretona del sofá es muy delicada, se estropea fácil.
La abuela achicaba sus ojos ambarinos al dirigirse a mí y luego los agrandaba.
Michi, Michi, cariño canturreaba a su caniche— ven aquí.
El perro atravesaba obediente el salón y tras un paseíto cruzando el sofá, aterrizaba en el regazo de la abuela.
En casa de la abuela nunca abrían las ventanas. Nada más entrar me quitaba la rebeca para no ahogarme con ese aire espeso en el que los rayos de sol iluminaban constelaciones de motitas de polvo cuando jugaba a descorrer las cortinas.
Jovencita, ya sabes que la luz le molesta a la abuela —me advertía desde el sofá con la manos ocupadas en blandas caricias a un Michi bostezante—. Cierra ya, haz el favor —. Y yo abandonaba mi juego convencida de que la luz dañaba los ojos de la abuela, esas dos rendijas resinosas por las que me atisbaba desde la penumbra.
Anda, niña, ve a llenarle el platillo de agua a Michi, que tiene sed.
Entonces agarraba la escudilla usando la manga como un guante y corría a la cocina por el pasillo largo, oscuro, amenazador. De puntillas, abría el grifo chirriante de la fregadera cantando una canción a toda prisa para espantar el miedo. En la cocina de la abuela olía a restos de comidas y a mantequilla rancia. Cargando la escudilla regresaba concentrada en no desbordar aquel lago de orillas metálicas, ocupada en ignorar las sombras del pasillo y la voz amordazada de la tarima bajo la alfombra. En el salón la abuela me recibía con las manos en suspenso sobre el pelo agrisado de Michi. Me miraba entrecerrando los ojos, asintiendo repetidas veces, subiendo y bajando la cabeza, como si mi presencia confirmara una vez más algo que yo ignoraba. A un ladrido de Michi, su seriedad se desvanecía y le dedicaba gracietas, levantándole el hocico con un dedo. Yo dejaba el platillo en el suelo, deseando que el reloj diera las seis (la hora a la que me recogía mi padre) y me sentaba en la alfombra o me quedaba levantada, juntando y separando las punteras de los zapatos, ensimismada en cómo la abuela comenzaba con el ritual de los dos chocolatitos. Sonriéndole a Michi con complicidad, quitaba parsimoniosa el envoltorio plateado en el que se concentraba la escasa luz de la estancia. Entretanto yo, cumplidora con la parte que me tocaba en aquel ceremonial, tragaba saliva mientras el perro, con lengua viscosa y rosa, hacía desaparecer los chocolates con sonoros lametones. Aún los puedo escuchar y también la voz de la abuela advirtiéndome:
Anda, jovencita, ponte la rebeca que tu padre estará al caer.
Entonces aparecía sobre su mano húmeda y brillante un caramelito verde, minúsculo, que yo tomaba bajo la mirada vigilante de Michi —ese perro sabía sonreír— antes de que sonara el timbre liberador y mi padre me rescatara de casa de la abuela, como todos los martes.

Cuando, repentinamente, murió la abuela, mi padre vino con los ojos llorosos a entregarme a Michi. Le tomé en brazos y pegué la nariz a su lomo, soportando su peso, aspirando el olor a leche en polvo de su pelo.


Apenas terminado el funeral, el caniche desapareció, se esfumó como una pompa de jabón en el aire. Nadie le encontraba y papá, acuclillado frente a mí, me explicó que Michi fue a buscar a la abuela y no encontró el camino de vuelta. Pero yo no le creí. De ninguna manera podía creerle.

©Mikel Aboitiz


1 comentario:

  1. Excelente, excelente. ¡Cómo la infancia se demora a veces en infiernos como el que describes! Enhorabuena.

    Un saludo muy cordial.

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