POMPAS DE JABÓN
—Mejor,
jovencita, quédate sentada en la alfombra, la cretona del sofá es
muy delicada, se estropea fácil.
La abuela achicaba sus ojos
ambarinos al dirigirse a mí y luego los agrandaba.
— Michi,
Michi, cariño —canturreaba a su caniche—
ven aquí.
El perro atravesaba obediente
el salón y tras un paseíto cruzando el sofá, aterrizaba en el
regazo de la abuela.
En casa de la abuela nunca
abrían las ventanas. Nada más entrar me quitaba la rebeca para no
ahogarme con ese aire espeso en el que los rayos de sol iluminaban
constelaciones de motitas de polvo cuando jugaba a descorrer las
cortinas.
—Jovencita,
ya sabes que la luz le molesta a la abuela —me advertía desde el
sofá con la manos ocupadas en blandas caricias a un Michi
bostezante—. Cierra ya, haz el favor —. Y yo abandonaba mi juego
convencida de que la luz dañaba los ojos de la abuela, esas dos
rendijas resinosas por las que me atisbaba desde la penumbra.
—Anda, niña, ve a
llenarle el platillo de agua a Michi, que tiene sed.
Entonces
agarraba la escudilla usando la manga como un guante y corría a la
cocina por el pasillo largo, oscuro, amenazador. De puntillas, abría
el grifo chirriante
de la fregadera cantando una canción a toda prisa para espantar el
miedo. En la cocina de la abuela
olía a restos de comidas y a mantequilla rancia. Cargando la
escudilla regresaba concentrada en no desbordar aquel lago de
orillas metálicas, ocupada en ignorar las sombras del pasillo y la voz
amordazada de la tarima bajo la alfombra. En el salón la abuela me
recibía con las manos en suspenso sobre el pelo agrisado de Michi.
Me miraba entrecerrando los ojos, asintiendo repetidas veces,
subiendo y bajando la cabeza, como si mi presencia confirmara una vez
más algo que yo ignoraba. A
un ladrido de Michi, su seriedad se desvanecía y le dedicaba
gracietas, levantándole el hocico con un dedo. Yo
dejaba el platillo en el suelo, deseando que el reloj diera las seis
(la hora a la que me recogía mi padre) y me sentaba en la alfombra o
me quedaba levantada, juntando y separando las punteras de los
zapatos, ensimismada en cómo la abuela comenzaba con el ritual de
los dos chocolatitos. Sonriéndole a Michi con complicidad, quitaba
parsimoniosa el envoltorio plateado en el que se concentraba la
escasa luz de la estancia. Entretanto yo, cumplidora con la parte que
me tocaba en aquel ceremonial, tragaba saliva mientras el perro, con
lengua viscosa y rosa, hacía desaparecer los chocolates con sonoros
lametones. Aún los puedo escuchar y también la voz de la abuela
advirtiéndome:
—Anda,
jovencita, ponte la rebeca que tu padre estará al caer.
Entonces aparecía sobre su
mano húmeda y brillante un caramelito verde, minúsculo, que yo
tomaba bajo la mirada vigilante de Michi —ese perro sabía sonreír—
antes de que sonara el timbre liberador y mi padre me rescatara de
casa de la abuela, como todos los martes.
Cuando, repentinamente, murió
la abuela, mi padre vino con los ojos llorosos a entregarme a Michi.
Le tomé en brazos y pegué la nariz a su lomo, soportando su peso,
aspirando el olor a leche en polvo de su pelo.
Apenas
terminado el funeral, el caniche desapareció, se esfumó como una
pompa de jabón en el aire. Nadie le encontraba y papá, acuclillado
frente a mí, me explicó que Michi fue a buscar a la abuela y no
encontró el camino de vuelta. Pero yo no le creí. De ninguna manera
podía creerle.
Excelente, excelente. ¡Cómo la infancia se demora a veces en infiernos como el que describes! Enhorabuena.
ResponderEliminarUn saludo muy cordial.