¡IMPUGNAMOS!
El
abogado y albacea leía la segunda cláusula testamentaria del
calavera de mi tío abuelo sin un solo desvío en su firme
entonación: «...instituye por única y legítima universal heredera
a...». Mi nombre estaba a punto de sonar. ¡Cómo había imaginado
ese momento! Noches de vigilia esculpiendo fantasías: saldar deudas,
conocer mundo,... ¡Vivir! Un carraspeo me devolvió al abogado,
súbitamente pálido, tartamudo: «...a doña... Pascua..., a doña
Pascuala Hernández Garrido». (¡Ea! ¡Esa no era yo!). Los criados
(presentes a la caza de miguitas, calderilla) miraban anonadados; mi
esposo me soltó la mano sobrecogido. Solo se oía el titilar de las
lágrimas de la araña sobre nuestras cabezas, como empujadas por un
viento que trajera aquella pregunta: ¿quién era esa tal Pascuala?
Entonces, el viejo dogo del tío abuelo bostezó en una esquina y su
cuidadora, la bella Lalita —¡Pascualita!— le acarició el lomo
mostrando una sonrisa pícara, juvenil, largamente ensayada.
©Mikel Aboitiz
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