El valor necesario
Tras las cortinas, la luz de la habitación de la esquina del caserón deshabitado siempre estaba prendida, pero hasta aquella noche en que la vigilaba desde mi dormitorio, nunca ocurrió nada.
Con luna nueva solía quedar con Juan y María para espiar aferrados a los herrumbrosos barrotes de la verja y escudriñar a través del jardín la habitación iluminada. Éramos solo tres amigos y yo, creyéndome el audaz, intentaba reunir valor para entrar ahí y buscar pistas ciertas sobre rumores que hablaban de espíritus y degollamientos que ellos no parecían tomar tan en serio.
Aquella noche, en vela tras rechazar María mi invitación para ir al cine solos, vigilaba el caserón con los prismáticos. Unas nubes rápidas peinaban los tejados. En las calles no había un alma. De pronto, se apagó la luz de la ventana, brevemente, como el inquietante pestañeo de un cíclope mitológico; la ventisca azotó los árboles del jardín y, poco después, dos sombras deformes se movieron tras el telón de las cortinas. Tragué saliva ajustando al máximo los prismáticos y enfoqué la puerta. María abandonaba la casa de la mano de Juan con los ojos extrañamente encendidos. Esa noche dejé de creer en fantasmas.
©Mikel Aboitiz
Estupenda historia. Muy bien hilada.
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias por pasarte y comentar.
EliminarUn abrazo de vuelta